Como se anunciaban fuertes bajadas de las temperaturas y
copiosas lluvias (aunque no se cumplió ninguno de los dos anuncios), elegimos
los marchosos una marcha por Torrelodones que pasó sin mayor pena ni gloria, si no fuese por tres asuntos
que la hicieron interesante: la Torre de Torrelodones, la Presa del Gasco y el
propio paisaje.
La Torre.
Esta antigua atalaya
defensiva de origen árabe es sin lugar a dudas el símbolo del municipio de
Torrelodones. Aunque muy modificada en la actualidad, data de los siglos IX a
XI (periodo omeya de Al-Ándalus), y forma parte de una antigua línea de torres
de vigilancia, que mediante columnas de humo (humadas), avisaban a las
poblaciones andalusíes de los ataques e incursiones de los cristianos.
Existen dos teorías para explicar su nombre.
Según cuentan algunos
proviene de uno de los nombres vulgares de un árbol (el lodón), también
conocido como almez, lodoño, lodonero o latonero, y que según cuentan, crecería
en las inmediaciones de la atalaya en cuestión, aunque hoy en día no queda en
sus alrededores ninguno de estos ejemplares.
Según otros, se atribuye el nombre a una leyenda:
“Comenzaba el año 1086. Reinaba en castilla Alfonso VI,
cuando un caballero de limpio linaje llamado Don Tirso de Lodón, buscando
consuelo a su viudez, vino a refugiarse en un castillo de su propiedad situado
a la izquierda del río Guadarrama. Este castillo
dominaba un pequeño caserío que con el tiempo llegó a convertirse en la villa
de Torrelodones.
Don Tirso tenía dos hijos, jóvenes, apuestos y audaces. El
padre había intentado, por cuantos medios le sugiriera su amante solicitud,
corregir la índole aviesa de los mancebos, e inculcarles los nobles y rectos
principios del honor, la virtud y el santo temor de Dios, que constituían el
más preclaro blasón de su raza. Todo inútil. El espíritu del mal de que estaban
poseídos les impelía de continuo a cometer los mayores desafueros y crueldades.
No había para ellos honra ni hacienda seguras, y el desgraciado que se atrevía
a resistirles, era brutalmente apaleado cuando no cosido a puñaladas y arrojado
a un barranco para servir de pasto a feroces alimañas.
El nombre de los Lodones llegó a pronunciarse con terror, y
a ser invocado como conjuro para atemorizar a y acallar a los niños; las viejas
al oírlo se santiguaban, y los hombres instintivamente echaban mano al cinto.
Llegó el día de los Difuntos, y los Lodones, con la
sacrílega idea de burlarse de las ánimas, prepararon una bacanal para aquella
noche. Mediada ésta, los habitantes del caserío oyeron entre los gemidos del
viento, gritos extraños, lamentos que erizaban los cabellos, que helaban la
sangre en las venas… A la mañana siguiente aparecieron ahorcados los dos
hermanos en una de las torres del castillo.
Decían unos que los
temidos Lodones, dominados por enorme borrachera, decidieron dar su alma al
diablo suicidándose; los más sensatos aseguraban que en aquella noche de orgía,
unidos los padres y los hermanos de las víctimas de la crueldad y del
desenfreno de los Lodones, ejecutaron en éstos la vengadora y terrible
justicia.
La Torre, que aún está en pie, la denominaron los del país Torre de
los Lodones, y de ahí y por contracción, viene el nombre de Torrelodones que
lleva esta villa”.
La Presa del Gasco.
La Presa de El Gasco es uno de los proyectos de ingeniería
civil más importantes de la España del siglo XVIII.
Las obras de esta gran infraestructura hidráulica comenzaron
en 1787, durante el reinado de Carlos III.
El ingeniero francés Carlos Lemaur (1720?-1785) concibió la idea de
hacer la presa del Gasco y el canal de Guadarrama, con el objetivo de retener
el caudal del rio Guadarrama y conectar Madrid con Sevilla a través de un canal
navegable. El proyecto fue redactado en 1785, momento en el que el ingeniero
francés fallece repentinamente, encargándose a partir de ahora de su ejecución
sus dos hijos, D. Carlos y D. Manuel. El Rey autoriza el proyecto en 1787 y se
financia por el Banco Nacional de San Carlos.
La Presa del Gasco se diseñó para ser la presa más alta del
mundo, con 93 metros, lo que la convertía en un proyecto singular e inigualable
en la España y Europa de su tiempo. El fin de esta obra era acumular agua y, mediante un canal
artificial, comunicado con el canal de Manzanares en un primer término,
conducirla por Madrid, Aranjuez, Puerto de Despeñaperros y, desde allí,
paralelo al Guadalquivir, llegar a Sevilla. Un total de 771 km recorridos y un
desnivel de 800 metros. De esta forma la capital de España habría quedado
comunicada fluvialmente con el Océano Atlántico, ya que desde Sevilla el río
Guadalquivir es navegable hasta su desembocadura en Sanlúcar de Barrameda.
Las obras empezaron en marzo de 1787 con solo 100 obreros,
cifra que se fue aumentando hasta alcanzar, en ciertos momentos, los 5.000
trabajadores. Se desarrollaron con muchas dificultades e incidencias, entre
ellas problemas de financiación por parte del Banco de San Carlos, de ahí que
se empezase utilizando como mano de obra soldados, que posteriormente, fueron
reemplazados por prisioneros condenados a trabajos forzosos.
Finalmente, no se llevó a cabo más que las obras de
construcción de la presa y de algunos de los tramos del canal del Guadarrama.
Tras de doce años de trabajos, el 14 de mayo de 1799, una fuerte tormenta
provocó que se derrumbara parte del muro, cuando se llevaban levantados 53
metros de altura. En el informe que tres días después enviaron los hermanos
Lemaur, se estimaba que habían caído 13.800 varas cúbicas de obra y que la
reparación costaría 266.000 reales. En este momento el Banco ordena la
paralización del proyecto y, poco tiempo después se decide suspenderlo
definitivamente.
A pesar del estado de ruina, la presa y el canal constituyen
un recurso de gran valor, además de por su impresionante paisaje, por el hecho
de transmitir el desarrollo de las ideas de la ciencia, la ingeniería, y la
actividad económica de la España de la época ilustrada.
La marcha.
Comenzamos la marcha siete marchosos: Jero, Chicho, JP, JL,
MA, JA y Miguel. Tras un conato de despiste, porque unos fuimos por un sitio y
otros por otro, nos reunimos enseguida y anduvimos por un paisaje de pinos y
encinas rodeados de urbanizaciones la mayoría de alto “standing”.
A lo lejos divisábamos el Palacio del Canto del Pico, que
es un edificio de estilo ecléctico del
siglo XX. Fue construido en 1920 como casa-museo, para albergar la colección de
arte de José María del Palacio y Abárzuza (1866-1940), tercer conde de Las
Almenas y primer marqués del Llano de
San Javier, su promotor, autor del
proyecto y propietario inicial.
Durante la guerra civil española, el Palacio del Canto del
Pico fue sede temporal (desde el 6 hasta el 25 de julio de 1937) del Mando
Militar Republicano. Era una atalaya desde la que ver con antelación los
movimientos de tropas y, por ello, sirvió de cuartel general a Indalecio Prieto
(1883-1962) y al general Miaja (1878-1958), quienes dirigieron desde allí la
ofensiva militar para aliviar a Madrid de la presión de las tropas sublevadas y
que desembocó finalmente en la batalla de Brunete.
El conde de las Almenas perdió a su único hijo durante la
guerra. Se llamaba Ignacio del Palacio y Maroto. Su muerte le ocasionó una
fuerte depresión. Dejó en 1947 la finca y el palacio escriturados a nombre de
Francisco Franco Bahamonde como herencia.
En 1955, el Tribunal Supremo concedió a la finca y a la casa
la exención de la contribución territorial urbana, «por ser de hecho un museo
del Estado».
Tras la muerte de Franco, la propiedad pasó a sus herederos.
Su nieta, María del Mar Martínez-Bordiú, Merry, y el periodista Jimmy
Giménez-Arnau fijaron allí su residencia a finales de los años 1970, después de
contraer matrimonio.
En las décadas de los 1980 y 1990, el palacio fue abandonado
paulatinamente por la familia Franco.
Tras los preceptivos “panchitos”, regados con buen vino, y
sin hechos importantes que destacar,
llegamos a la Presa del Gasco de la que ya hemos hablado.
La vuelta por un camino bastante embarrado fue rápida, ya
que teníamos reserva para comer y llegábamos tarde.
Una vez en los coches, llegamos rápidamente al restaurante
El Paso, situado entre los términos de Torrelodones y Las Matas, donde, en
animada charla como siempre, dimos cuenta de una estupenda comida.
Nos despedimos, y cada uno a su casa, hasta la próxima
Miguel