Desde unos días antes de Navidad, cuando ayudó a su madre a construir el Belén en el salón, junto al árbol, el niño no dejaba de preguntar:
—¿Mamá, cuántos días faltan?
Ella le contestaba, contando con los dedos, y él acercaba un poquito los tres Reyes al pesebre, donde yacía el Niño junto a José y María, el buey y la mula. Así, cuando llegó el día, los Reyes estaban en el umbral de la cueva.
Ese día se acostó temprano, no porque tuviera sueño, claro, sino por obedecer a sus padres, no fuera que los Reyes pasaran de largo o le dejaran carbón. A media noche despertó, inquieto, oyó ruidos extraños en el salón y pensó: «Son Ellos, ¡ya están aquí!». A pesar de la advertencia de sus padres, se levantó de la cama; a oscuras, procurando no hacer ruido y no ser visto, asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Las luces estaban encendidas, y los camellos seguían junto a la cueva, pero los tres Reyes estaban sentados en el sofá, comiendo. Habían dejado los paquetes junto a los zapatos, debajo del árbol de Navidad. El niño volvió a la cama y tardó en dormirse de nuevo, presa de la excitación.
A la mañana siguiente, cuando lo despertaron, corrió a ver los regalos. Pero antes comprobó que no quedaba nada en los platos que había colocado por la noche en la mesita del salón, y que los tres vasos de leche estaban completamente vacíos. Luego se acercó al Belén y vio a los Reyes en el umbral de la cueva, junto a los camellos. Sonrió y se acercó al árbol, se sentó en el suelo, abrió los paquetes y comprobó que no se habían olvidado de nada.
Firmado: Los tres Magos