jueves, 24 de febrero de 2011

Camino de los cipreses. Excursión nº 300.

Camino de los cipreses (Ruta de A. Campos nº 300)
23 de febrero de 2011

Marchosos que hemos efectuado esta excursión: Fernando, JG, JL, JP, MA, Manolo, Paco.

Día soleado con temperatura de unos 15 o 16 grados centígrados.
Pistas forestales y sendas húmedas sin barro, excepto en algunos determinados puntos.


Primer ciprés (Foto Paco)
  La distancia recorrida (según GPS de JG) ha sido de 16,3 km, que incluye los 1,5 km que hizo el subgrupo de exploradores pero no la adicional recorrida por Paco para llegar al primer ciprés y regresar al “comedor”. 

Se adjuntan mapas de recorrido y desnivel, suministrados por JG.

Esta marcha la habíamos hecho antes, el 12 de diciembre de 2007, según consta en nuestros archivos, pero en esa ocasión no se pudieron encontrar los cipreses.

Alpedrete de la Sierra es un pueblo pequeño de la provincia de Guadalajara, pedanía de Valdepeñas de la Sierra, de unos 30 habitantes, a 80 km de Madrid, situado a los pies de los montes del Atazar y de la cuerda del pico Centenera. Se accede a él desde Madrid por la A1, desviándose en el Km 50 hacia Torrelaguna y Patones de Abajo. Pasado Patones se toma una carretera a la derecha hacia Vadepeñas de la Sierra, donde conviene preguntar la dirección correcta hacia Alpedrete de la Sierra, pues la señalización es inexistente. 

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Iniciamos el recorrido a eso de las once y media. De acuerdo con la descripción de A. Campos, tomamos la pista de tierra que deja a la derecha el cementerio, en cuyas inmediaciones aparcamos los tres coches.

Luego de fotografiar el ciprés la mar de galano, enclavado en el cementerio, comenzamos a descender en suave pendiente, rodeados de campos de olivos y almendros en flor, a nuestra izquierda, y fincas valladas con alambre de espinos (botes y jirones de tela, se supone que para espantar a las aves, prendidos del vallado), y somieres viejos a modo de puertas; cruzamos el arroyo de Reduvia y a la altura de una casa en ruinas iniciamos una ligera ascensión hasta llegar al collado de la Venta. Continuamos hasta una encrucijada donde, antes de tomar otra pista a la izquierda, decidimos descansar y reponer fuerzas con los frutos secos y el vino de la bota; hablamos de aspiradoras, clases de inglés, y otros temas de actualidad. La parada duró aproximadamente un cuarto de hora.

Continuamos por la pista de la izquierda, que conduce al Lozoya por el barranco del Robledillo, lugar rodeado de quejigos, pinos, jaras pringosas… En un determinado momento, JP dejó el grupo para bajar hasta el arroyo del Robledillo y seguir por su cuenta y riesgo. Los demás continuamos por la pista hasta llegar a un puentecillo de piedra, que dejamos a la derecha, para subir por una zigzagueante senda que nos condujo a un cortafuegos de brusca pendiente desde el que se divisaba, a la derecha, la presa de la Parra sobre el Lozoya, el cual tomaba cerca de aquí las aguas del arroyo mencionado y, a la izquierda, los meandros del río. Al acabar el ascenso no vimos el ciprés que descuella en la linde del pinar, sino un grupo de cinco o seis vacas que nos miraban con esos ojos tristes con que miran las vacas, como preguntándose que hacían unos extraños humanos por aquellos parajes solitarios. Quizás si las hubiéramos interrogado…

El caso es que, precedidos por JL y su primo MA, sudando, descansando de vez en cuando para tomar resuello, ascendimos por una pista que según el GPS de JL conducía hasta los famosos cipreses que dan nombre a esta marcha.

Llegamos finalmente a nuestro objetivo, los últimos cipreses de la fila, que avistamos a unos 20 metros del camino, y paramos allí para almorzar, cuando eran las tres de la tarde. JP llamó en ese mismo momento para indicarnos dónde estaba y saber de nosotros. Decidió que comería solo y nos veríamos en los coches.

La comida, con el habitual intercambio de alimentos, resultó provechosa. Luego tomamos café, que trajo Fernando, bombones Ferrero Roché de JL y MA y un chupito del conocido brebaje rumano que trae MA, mientras charlábamos de las ventajas e inconvenientes de los coches eléctricos e híbridos, del hombre culto... Después se formaron dos subgrupos, a saber: Paco, MA y JG que tomaron el camino de los cipreses al revés para localizar el ciprés que descuella en la linde del pinar y JL, Fernando y Manolo que se quedaron en el “comedor” a descansar. El subgrupo de exploradores disponía de media hora para lograr su objetivo; MA y JG volvieron sin lograrlo para reunirse con  el otro subgrupo a la hora convenida; Paco sí lo hizo: llegó hasta el ciprés que descuella en la linde del pinar que, según contó, estaba cerca de donde encontramos las vacas de mirada triste, pero eso lo contará él aportando la documentación gráfica necesaria.

Desde el “comedor” de los últimos cipreses, cuando llegó Paco, retomamos el camino de vuelta y tardamos algo más de una hora en llegar a los coches. JP se reunió con el resto del grupo unas centésimas de segundo después, alrededor de las cinco y media de la tarde.

Manolo
24.2.2011


domingo, 20 de febrero de 2011

Debate marchoso

C U L T U R A

(Extracto realizado por JP de un artículo de Babelia escrito por J.Gomá)

   Suele decirse que la curiosidad es el origen del conocimiento; puede que lo sea del científico, pero en el origen de la cultura se halla este efecto de estupefacción ante lo natural.  A los ojos del hombre sin cultura -sea o no hombre de vastas lecturas- cuanto le rodea disfruta de la seguridad, evidencia, sencillez y neutralidad de los hechos de la naturaleza. De igual manera que los planetas avanzan por sus órbitas, el mundo es para él un conjunto de actos regulares y previsibles, intemporales en su incuestionada validez.
   Lo que hace de él un yo, el entorno en que vive, las ideas que se le transmiten, el conjunto de creencias latentes en las que flota, las pulsiones, afectos y deseos que alberga, las fuentes de su placer y su dicha, las costumbres que le sostienen, las instituciones que rigen su ciudadanía, el régimen político que le gobierna, los ideales que movilizan sus emociones: todo ello es, para el hombre sin cultura -tenga o no título universitario- un mero datum, algo que está ahí, siempre lo ha estado y siempre lo estará.
  Cuando empezamos a comprender que la imagen del mundo dominante en una cultura, que se nos presenta con la estabilidad, regularidad y fijeza de un hecho de la naturaleza, dotado de una objetividad autónoma y trascendente al hombre, es en realidad una criatura, un "constructo" contingente de ese mismo hombre. Ese hallazgo le produce un estremecimiento no inferior al que sacudió a Jim Carrey cuando, en El show de Truman, vislumbró, por una pluralidad de indicios, la artificialidad del universo que habitaba, convertido en estudio de televisión. El axioma cultural por antonomasia rezaría como una perífrasis de la famosa sentencia de Ortega: la cultura no tiene naturaleza sino historia.
   En cuanto entidades simbólicas, no somos hijos biológicos de la madre naturaleza sino padres adoptivos de la cultura que producimos y cuando descubrimos esta paternidad imprevista, sentimos una extrañeza pareja a la que a veces nos suscita nuestro propio cuerpo.
   Y así como la paternidad biológica puede ser deseada o no mientras que la adoptiva lo es siempre, así también nosotros, tras superar la perplejidad inicial, podemos elegir gozosamente la cultura de nuestro tiempo como resultado de una decisión meditada, y no por forzada necesidad. Caigo en la cuenta de que todo lo que soy, pienso y siento, y todo cuanto existe en la realidad, está históricamente mediado.
   Tener cultura no es saber mucha historia sino un algo más sutil: tener conciencia histórica, lo que es una forma de autoconocimiento. No es lo mismo almacenar datos del pasado que ser consciente de la historicidad de lo humano, aunque a veces lo primero lleva a lo segundo.
   Una conciencia histórica de estas características presenta tres ventajas:
La primera permite asombrarse por los increíbles logros conseguidos por la humanidad haciéndose cargo de los sufrimientos y el esfuerzo colectivo que han requerido. Así podemos, por ejemplo, admirarnos de que sólo en tiempo reciente el hombre haya consentido en renunciar mayoritariamente a la venganza. Igualmente  respecto a la consideración de la dignidad del hombre, el reconocimiento de la libertad individual, la protección del Estado social o la alternancia democrática. El inculto -sea o no intelectual reconocido y creador de opinión pública- descuenta estas conquistas, como un niño mal criado, y quizá hasta las desdeña, aburrido.  El que comprende que las sociedades antiguas, por estar privadas de ellas, fueron moralmente peores en este aspecto a las modernas llega a comprender que es un prodigio civilizatorio que la comunidad actual haya logrado ponerse colectivamente de acuerdo en principios o costumbres como los mencionados.
En segundo lugar, ese hombre puede temerse que, si no se cuidan estos grandes avances morales de la civilización, quizá se malogren en el futuro, arruinando los sacrificios que costaron. Por tanto, el hombre cultivado estará inclinado a mantenerse siempre alerta en una especie de estado de ánimo escatológico previendo los peligros que acechan, pues la suya es una mirada de madurez que anticipa el carácter precario, vulnerable y reversible de todo lo humano, y al ser sensible a la fragilidad del progreso moral, se dejará más fácilmente involucrar en su activa defensa.
Y, por último, si la cultura descansa sobre fundamentos contingentes, sus contenidos son por eso mismo susceptibles de discusión y, cuando procede, de refutación, revisión y abandono. La conciencia histórica, por consiguiente, conduce por fuerza a una conciencia crítica, autónoma y razonadora, que discrimina, en lo presente, aquello que merece conservarse de aquello que debe reformarse.

¿Qué es, pues, ser un hombre culto?  Sólo una cuestión de detalles: sorprender la artificialidad del mundo, cultivar la conciencia histórica y crítica, y comprometerse en la continuidad de lo humano.