El
terapeuta tiene querencia con mi madre. No importa qué problema o qué anécdota
le confiese yo: él lo reconduce a ella, la suma sacerdotisa del poder emocional
en el hogar. Todo lleva a la mamma. Hay un corto de Woody Allen donde
el protagonista huye de su madre, una anciana sobreprotectora y agobiante de
aspecto adorable, y se refugia en su piso, pero al salir a la terraza sorprende
el rostro de la anciana, suspendido en el cielo de Nueva York como un globo
inmenso, reprendiéndole. Mi terapeuta ríe cuando se lo cuento, y yo también
río, pero tan pronto llego a casa pienso que mi hija irá probablemente a
terapia en unos años para quejarse de mí. Y su hija hará lo mismo con ella, y
así hasta el fin de los tiempos.
¿De qué hablamos entonces cuando hablamos de las madres? Si rastreamos la
mitología, llegamos hasta Eva. Es imposible retroceder más: Eva no tuvo madre,
al igual que Adán. Ambos nacieron con sus vientres lisos, sin ombligo, la marca
de los hijos. Sin madres, ni padres, ni hijos, ni abogados, ni psicoanalistas,
Adán y Eva lo pasaban en grande. Por algo llamaban Paraíso al lugar donde
vivían. Después de la expulsión, ella formó la primera familia de nuestra
estirpe, problemática y atormentada como lo serían después todas. Fue Adán
quien eligió el nombre de Eva, que significa precisamente madre de todos los
vivientes. Adán fue el precursor de esos maridos que llaman “mamá” (¡¡¡¡mamá!!!!)
a su mujer (¡¡¡¡¡su mujer!!!!!)… Sinceramente, no sé a qué esperan los
psicoanalistas para nombrar a Eva su santa patrona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario