lunes, 18 de octubre de 2010

Bustarviejo-Comida en Miraflores

MIRAFLORES. Por Manuel Navarro Seva

Desde que comenzaron la excursión en Bustarviejo, por el GR-10, no dejaron de pensar en la comida que había prometido Chicho para celebrar su santo y su paso a la jubilación. Hacía un día frío y una espesa niebla cubría las cumbres. Una lluvia fina, que pronto se convirtió en pequeños copos de nieve, les acompañó durante el trayecto. A mitad de camino, decidieron subir a un collado, campo a través, para hacerse merecedores de la tan esperada comida, ya que, si no, la excursión no hubiera sido propia de excursionistas curtidos y fuertes como ellos se consideraban, no sin razón. A eso de las 15.30, tras subir la última empinada cuesta, llegaron a la casa de Chicho.

Mientras se calentaban la empanada y los conejos estofados en el horno, empezaron a comer las tortillas que, como ya es habitual, trajo JG, “los rodapiés” de JS, y unas cervezas que estaban frías a pesar de que no habían sido guardadas en el frigorífico. Estaban sentados a la mesa cuando llamaron al timbre de la puerta. Chicho, que estaba más pendiente de los alimentos que se calentaban en el horno que de las tortillas y las cervezas, fue a abrir. Al poco regresó con tres mujeres que llevaban un vestido largo de color gris y un pañuelo negro en la cabeza. Las tres mujeres saludaron inclinando la cabeza y diciendo buenas tardes con acento extranjero. Una de ellas les explicó en un español aceptable lo que ya había contado a Chicho en la puerta. Necesitaban entrar y esconderse, estaban en peligro. Pasaron a la cocina con Chicho. Los demás se quedaron en el salón. Todos pensaron en los grupos islámicos y en la posibilidad de que las “invitadas” pertenecieran a alguno de estos grupos. Se preguntaron si debajo de los vestidos, muy anchos, llevarían armas o explosivos, pero hasta el momento no se habían mostrado violentas ni amenazadoras. Al poco regresó Chicho al salón dejando a las mujeres en la cocina. Les dijo a los demás que querían comer y que le habían pedido quedarse a solas. No hubo amenazas, repito, y sin embargo todos actuaban como si pedir más explicaciones a las intrusas pudiera acarrear una amenaza para el grupo. Así, pues, permanecieron todos sentados a la mesa, terminando las tortillas y las cervezas, sin decir una palabra.

Habría pasado una media hora cuando las mujeres salieron de la cocina con lo que había quedado de comida. Sirvieron la mesa diciendo que tanto el conejo como la empanada estaban buenísimos y que ellas se ocuparían de servirles. Se miraron con caras de asombro y un cierto desasosiego les tenía mudos por la marcha de los acontecimientos. La idea de que se tratara de terroristas islámicas no había desaparecido de sus pensamientos pero, sin embargo, empezó a invadirles la esperanza de que no fuera más que hambre lo que las había llevado a la casa y que lo de que estuviesen en peligro no fuera más que una excusa para que las dejaran pasar. Un cierto morbo de carácter sexual empezó a tomar forma en sus mentes a medida que las botellas de Rioja iban vaciándose. Empezaron a hablar y a sonreír algo más tranquilos. Ellas se habían despojado del pañuelo descubriendo su juventud y hermosura. No tenían los ojos negros sino azules, sus melenas no eran tampoco de pelo negro, sino de tonos claros. La idea de una amenaza terrorista empezó a evaporarse de sus mentes. Pero entonces, ¿qué querían? Las fuentes se vaciaron y las botellas de vino también. Y las tres mujeres retiraron los platos de la mesa y prepararon café. Trajeron de la cocina una botella de orujo que había traído JL y sirvieron unos chupitos.

JP abrió el libro del club de la comedia y leyó mientras los demás reían, sin acordarse ya de la amenaza terrorista. Las tres mujeres, que habían subido al primer piso, bajaron al poco sin los vestidos grises. Llevaban pantalones ajustados y camisas que dejaban intuir sus jóvenes pechos. Se sentaron a la mesa y sirvieron, entre risas, más orujo. De súbito, el timbre de la puerta sonó. Debido a las risas y al alcohol, que empezó a rendir cuentas, no lo oyeron. El timbre siguió sonando y una de las mujeres se tapó la cara con las manos, entre sollozos. En ese momento, Chicho se levantó y pidió que le acompañara alguien a ver quién llamaba a la puerta. Cris, el más alto, se levantó también y Pablo. Fueron los tres a abrir mientras que los demás permanecieron sentados y en silencio, y las mujeres corrieron hacia los dormitorios del primer piso. Al cabo de unos minutos, los tres volvieron con un hombre que les apuntaba con una pistola. Las mujeres bajaron y el hombre les pidió a los excursionistas que entregaran todo lo que llevaban de valor. Así lo hicieron, sin oponer resistencia alguna, mientras ellas iban recogiendo los relojes, las carteras, los anillos, los teléfonos móviles… Después, mientras el hombre continuaba apuntando con su pistola, ellas recogieron lo que había de valor en la casa. Al cabo se marcharon dejando los pañuelos negros y los vestidos grises y quién sabe que más en las mentes de nuestros amigos, en la casa de Chicho, en Miraflores.

Madrid, 26 de marzo de 2004

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